EL VIAJE DE BENEDICTO XVI AL REINO UNIDO Y LA BEATIFICACIÓN DE JOHN HENRY NEWMAN

septiembre 17, 2020
El Papa Benedicto xvi celebra misa junto a 3 ayudantes

No es fácil condensar en un relato breve y en apreciaciones adecuadas la magnitud del viaje apostólico de Su Santidad Benedicto XVI al Reino Unido. Sin embargo, hay algo que se podría decir sin temor a error: quedará impreso no sólo en la memoria del pueblo inglés sino en la memoria histórica de la Iglesia universal. Hemos escuchado esta afirmación de diversos modos durante el viaje y después, y no sólo en labios católicos.

Hay muchos que en la Argentina han seguido por televisión las celebraciones y diversas reuniones presididas por el Papa, y han podido comprobar por sí mismos el impacto de su presencia y su discurso. A quienes hemos tenido la gracia de poder participar allí de todo esto nos faltan las palabras para poder trasmitir una experiencia incomparable. El Catholic Herald puso como titular al término de la visita papal: “Cuatro días que han cambiado a Inglaterra”.

Bastará leer los discursos y homilías papales, que transcribimos completas según el texto oficial de la Santa Sede, para acercarse a un mensaje que tiene validez más allá de las fronteras del Reino Unido, aunque ha sido dirigido en primer lugar al corazón de esa nación. A eso habrá que agregar las imágenes, algunas de las cuales también presentamos aquí, y que son elocuentes por sí mismas de la recepción gozosa y agradecida del pueblo escocés, inglés y galés.

Debemos advertir que el Papa ha realizado una visita oficial invitado por gobierno. Ha llegado no sólo como Pontífice, cabeza de la Iglesia católica, sino también como Jefe de Estado, y así lo ha recibido la Reina, el Primer Ministro, el Parlamento y el resto de las autoridades. A esto se agrega un hecho inusual que asombró a los mismos ingleses: no fue el Primer Ministro quien fue a recibir al Papa al pie del avión en el aeropuerto de Edimburgo, tal como dicta el protocolo, sino el Principe Felipe, esposo de la Reina Isabel II. Luego el Santo Padre se dirigió al Palacio de Holyrood donde le aguardaba la Reina. Cabe recordar que ese palacio, una de las residencias reales, fue construido por David I, hijo de Santa Margarita de Escocia, en el siglo XI y allí vivió en el siglo XVI María Estuardo, de modo que el edificio evoca la historia católica anterior a la reforma que separó al reino de la sede de Roma.

Sin duda, todo lo que se puede decir acerca de la recepción del Papa, de la atención a sus palabras, de la fe manifestada en calles y parques, tiene un valor aún mayor si se repara en el hecho de que todo esto ha ocurrido en una sociedad donde los católicos son apenas el 10 por ciento y que tiene una larga historia de tradición anglicana y protestante precisamente desvinculada de la figura del sucesor de Pedro.

Por otra parte, la campaña antipapal y anticatólica, por no decir directamente anticristiana, que desataron los medios de comunicación antes de la llegada del Santo Padre, prácticamente se diluyó después del primer día de sus visita. Su bondad manifiesta así como la claridad y verdad de sus palabras disolvieron o neutralizaron la insidia y la mentira que quiso instalarse en las mentes y corazones de todos. Hubo medios que incluso pidieron disculpas, y luego de la visita de cuatro días no se ha escuchado nada más. Las mismas manifestaciones callejeras promovidas por los consabidos grupos disidentes fueron minúsculas y sin relevancia alguna, comparadas con las multitudes que salieron a recibir al Papa y participaron de las celebraciones. Se calcula en tres millones las personas que estuvieron en calles y parques para ver pasar al Papa y casi medio millón las que asistieron a las celebraciones, sin contar los millones que habrán seguido por televisión todo el itinerario.

Lo primero que hay que señalar es que el Santo Padre ha mostrado, una vez más, esa combinación nada frecuente de claridad, profundidad y concisión, que permite comprender a todos los presentes el contenido de su discurso. Este resultado se hace visible en el momento para quien quiera observar al auditorio, y luego se corrobora por los comentarios que se recogen a posteriori. No hay duda de que se trata de la comunicación de la verdad y de la alegría que siente la inteligencia y el corazón por escucharla. Y aquí habría que señalar, siguiendo a Newman mismo, que esto ocurre no sólo por las palabras que enuncian esa verdad sino por la persona que las pronuncia. Hay algo inseparable entre lo que el Papa enseña y lo que él mismo es. Y por otro lado, sus palabras van unidas a un modo personal de hablar y gesticular, de amabilidad, incluso cuando lo que dice es severo, de caridad palpable que busca el bien de quienes le ven y escuchan. La serenidad y alegría de su semblante no es artificial ni calculada sino fruto espontáneo de un hombre de Dios, lleno de compasión y del don de enseñar: pastor y maestro. ¿Qué puede ser más necesario en un mundo con tanta confusión y agitación que toparse con alguien sereno y sabio, que habla en nombre de Dios?.

La sencillez y humildad en su porte y en su modo de enseñar se han ganado el aprecio del pueblo inglés, que recoge de su tradición cultural una manera de ser contenida, amable y respetuosa, y que ha encontrado en el Papa Benedicto un interlocutor de cualidades similares. Hay que resaltar el cuadro general de afecto y contención, de prudencia y respeto mutuo, de cortesía y reverencia, marco constante en todos los ámbitos que el Papa ha visitado: la familia real, el parlamento, la jerarquía anglicana, la universidad, y las calles de Edimburgo, Londres y Birmingham.

Esta recepción nos asombró más en Escocia, tradicionalmente más alejada de Roma y de la figura del Papa que Inglaterra. Pero el afecto estuvo presente desde el comienzo por el recibimiento real en Edimburgo y el regalo significativo de un tartan especialmente diseñado para el Papa, quien apareció con la bufanda escocesa en el papa-movil. Su llegada coincidía providencialmente con la fiesta anual de San Ninian, monje del siglo cuarto que evangelizó a los pictos, y que los escoceses conmemoran con un monumental desfile. Interminables bandas de gaiteros de distintas agrupaciones y colegios, y personas que representaban los personajes religiosos de la historia de Escocia desfilaron por la calle principal de Edimburgo, y atrás de todo venía el Papa. La fiesta fue grande. Conmovía ver las calles de Edimburgo con las banderas escocesas y papales, y la muchedumbre que aclamaba. Con la Misa en Glasgow, esa misma tarde, se cerró el primer día de la visita. El Papa se trasladó a Londres para pasar allí su primera noche en suelo inglés.

Su actividad en Londres fue intensa, con varios encuentros y celebraciones que llenaron dos de los cuatro días de la visita. El discurso más elogiado fue el que dirigió en Westminster Hall a las dos cámaras del parlamento inglés, a ministros y personas del mundo político, y al mundo de la cultura, en fin, a la representación de notables de la sociedad inglesa. Allí el Papa señaló que la gran carencia, análoga a la de otras naciones del mundo actual, es la ausencia de la religión, es decir de Dios, y cómo la religión no puede ser nunca un problema para legisladores y políticos sino más bien la base de solución a los problemas. Con respeto y verdad hizo alusión a Santo Tomás Moro, ejemplo vivo de quien es fiel a su conciencia, a Dios y a la fe cristiana, recordando que en ese mismo lugar dio ese testimonio cuando se le juzgó y condenó en el siglo XVI. Este discurso en el Parlamento y el encuentro con la jerarquía anglicana marcaron el carácter de este segundo día. Estado e Iglesia se encuentran unidos de modo singular en la nación inglesa y el Papa visitó a ambos. La Iglesia anglicana, como sabemos, atraviesa una crisis que aleja a muchos de su seno, y si bien continúa el diálogo ecuménico entre Roma y Canterbury, las diferencias se han acentuado por la ordenación de mujeres y otras cuestiones, y muchos anglicanos, obispos, sacerdotes y fieles han expresado su deseo de pasar a la Iglesia de Roma. El Papa fue a la Abadía de Westminster, comenzada por el rey san Eduardo el Confesor y terminada en el siglo XII, una de las más bellas iglesia góticas del mundo, convertida como todas las demás catedrales inglesas en sedes anglicanas después de la reforma. Allí tuvo lugar una celebración ecuménica con la alocución del Papa que publicamos también.

El tercer día, segundo en Londres, fue dedicado de modo particular a los católicos, aunque siempre abierto a todos. La Misa tuvo lugar en la catedral de Westminster, levantada por el entonces Cardenal Manning, coetáneo de Newman y converso como él. En ese ámbito neobizantino, que contrasta a propósito con el gótico de la Abadía de Westminster el Santo Padre celebró la Eucaristía acompañado de todo el episcopado escocés, inglés y galés, con la solemnidad tradicional de la liturgia inglesa. Luego salió al atrio, donde lo esperaba una multitud de jóvenes católicos. Al reingresar a la catedral bendijo una imagen de San David, patrono de Gales, dirigiendo su saludo a esa porción geográfica del Reino Unido que no podría visitar personalmente. Luego visitó un centro de ancianos y hacia la tarde llegó a la vigilia de oración en Hyde Park, otro de los momentos culminantes de su visita. Allí se dirigió a los jóvenes e hizo referencia a los mártires ingleses católicos bajo la persecución que se desató después de la reforma del siglo XVI. En efecto, en una de las esquinas de ese magnífico parque, corazón de Londres, fueron ejecutados brutalmente cientos de hombres y mujeres por ser católicos fieles al Papa. Los mártires de Tyburn fueron puestos como ejemplo por Benedicto XVI señalando a los jóvenes su valor y fortaleza a la vez que les indicó las otras formas de martirio a los que están sometidos hoy quienes desean vivir en la verdad de Jesucristo y de la Iglesia: burlas, descrédito, indiferencia, exclusión.

Este encuentro de oración completó el marco litúrgico de las tres grandes misas de la visita, llenas de piedad y sacralidad. Las Misas en el parque Bellahouston de Glasgow, en la Catedral de Westminster de Londres y en el parque Cofton de Birmingham fueron inolvidables no sólo por la presencia y las palabras del Papa sino también por la actitud de los fieles que participaron. A pesar de las muchedumbres, que nunca parecen en principio favorecer el recogimiento, hubo allí silencio total  después de la homilía y después de la comunión, así como devoción y respeto religioso en los demás momentos de la Misa. Aún más conmovedor fue lo que ocurrió en la vigilia de oración en Hyde Park, con casi 100.000 personas, la mayoría jóvenes, que estuvieron en silencio adorando al Santísimo Sacramento expuesto en el altar. El gran escenario quedaba cerca de muchos pero lejos de muchos más, y sin embargo el clima de oración silenciosa y contemplativa fue total. No fue una escena que tuviese antecedentes, al menos en una ciudad como Londres. El Santo Padre arrodillado, la multitud con velas encendidas, también arrodillada, y el silencio de adoración de tantos jóvenes, mostró lo que puede la fe. Mirar a Cristo, una constante en la teología del Papa desde muchos años antes de serlo, se hizo realidad bajo su guía y ejemplo. Ni la nación inglesa, alejada de la adoración por su tradición anglicana, ni ese parque londinense, ni semejante multitud, podían favorecer lo que en realidad ocurrió. Una luz sobrenatural ha iluminado esa noche, esa luz bondadosa de la que hablaba Newman, y a la que el Santo Padre hizo referencia en su meditación. En esta vigilia habló por vez primera, precisamente en vísperas de la beatificación, de la figura de Newman, y lo presentó a los jóvenes como seguidor de la Verdad: la Verdad que no es algo sino alguien, Jesucristo mismo, ante cuya presencia eucarística estuvieron cien mil personas de rodillas.

Sin duda, en el centro del viaje papal y en el núcleo de tantas maravillas estuvo la figura de John Henry Newman. Aquí se agolpan tantas consideraciones que es imposible resumir no sólo lo que ha significado Newman para la Iglesia universal desde su muerte en 1890, sino el sello que la Iglesia misma ha puesto en la vida y el pensamiento de este hijo suyo al beatificarlo. Parece que todo hubiera confluido allí: la visita del Papa Benedicto como sucesor de Pedro en Inglaterra y la beatificación de un hijo de Inglaterra que el mismo Papa ha querido presidir, cambiando en esto último la norma que había seguido de reservarse solamente las canonizaciones en Roma. En efecto, Roma ha ido a Londres, el padre ha ido de visita a la casa de sus hijos, de los que aún le son fieles y de los que han heredado una situación de separación, y les ha puesto como ejemplo uno de esos hijos que pasó de la separación a la unión plena. El aspecto que conmueve aquí es, precisamente, que en la santidad de vida de Newman está incluida su conversión. Podemos decir que su conversión fue un acto de santidad. Es un beato converso, y converso no solamente a una vida de santidad personal, algo que estuvo presente desde su juventud temprana, sino converso a la Iglesia de Roma por esa búsqueda permanente de la Verdad que caracterizó toda su existencia. No puede extrañar que casi enseguida se hayan anunciado las conversiones de cinco obispos anglicanos, como anticipo de tantas otras que sabemos se producirán, alentados por el ejemplo de Newman y por la bondad del Papa que ha encontrado el camino para su incorporación a la Iglesia. En una intención que va más allá del mundo inglés, el Papa ha querido presentar al beato John Henry como testigo calificado de la Verdad en un mundo relativista, que no se limita a las fronteras inglesas. Aquí también todo parece confluir, pues lo más necesario hoy es esa conversión a la Verdad, que es Jesucristo y su Iglesia, y allí está Newman como guía y maestro de ingleses y no ingleses.

A tal punto ha querido esto el Papa que eligió como lema de su visita el mismo que Newman puso en su escudo cardenalicio: Cor ad cor loquitur, el corazón habla al corazón. Todo el mundo ha escuchado ahora estas palabras, que sólo conocían los que, como nosotros, estábamos cerca de Newman antes. Esto es otro signo que confirma el carácter y el contenido de la visita papal. Se trata del Corazón de Dios que habla al corazón humano y de la transmisión de corazón a corazón de ese Amor verdadero que se hizo carne en Jesucristo y vino a ser el Corazón e Jesús. El mismo Papa ha querido expresar con qué propósito y modo ha llegado a Inglaterra: para hablar a todos los corazones desde su corazón paternal. Es indudable que lo ha hecho y que fue comprendido y recibido del mismo modo. Por supuesto, corazón no quiere decir en ninguno de estos niveles de interpretación puro sentimiento, sino aquello que significa la palabra en el lenguaje bíblico y que ha pasado a la teología católica: lo más profundo del ser humano en donde confluyen todas sus facultades y de donde surgen las decisiones, es decir, el núcleo de toda la persona humana, alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, y también sensibilidad. Corazón abarca fe y razón, los dos caminos inseparables para llegar a la Verdad.

En este sentido, el Santo Padre ha mostrado tener precisamente la capacidad de hablar y de tratar a todos de corazón a corazón, con lo cual también se ha mostrado seguidor del mismo Newman, que no sólo enseñaba tal cosa sino que la vivía personalmente con Dios y con los demás. Si el corazón de la visita del Papa ha sido el Corazón de Jesús, ha palpitado cerca el corazón católico e inglés de Newman, y con ellos el mismo corazón del Papa.

Me consta, por un testigo presencial, que Benedicto XVI ha dicho pocos días después de su vuelta a Roma que la visita al Reino Unido había sido un “milagro”. Viniendo de él razón de más para calificar el viaje con esta palabra, abandonando otras como “éxito” o “positivo”. Milagroso quiere decir que ha habido una intervención palpable de la acción divina, algo que no se podría lograr con la sola capacidad o fuerza humana. También aquí aflora la humildad del Papa que atribuye a Dios lo que bien podríamos considerar fruto de su personal virtud. En realidad, las cualidades notables del Pontífice han sido el instrumento aptísimo para los dones sobrenaturales que el Señor quiso derramar sobre sus hijos ingleses.

Debemos dar gracias al Señor por todo esto: por el Papa que nos dio y por el milagro que a través suyo ha realizado en aquella isla. ¡Cuánta historia santa desde los albores del cristianismo tuvo lugar allí! Se ha hecho memoria en esta visita papal de una pléyade de santos y santas a lo largo de veinte siglos, testigos de que esa “isla de los santos”, como se la llamó junto a Irlanda, puede ser aún cuna de santos que iluminen como Newman la oscuridad del mundo presente. El beato John Henry es el último en esa letanía inglesa e invita a continuarla.

En la Argentina hemos dado gracias en la Misa solemne que presidió en la Abadía de Santa Escolástica el Sr. Nuncio Apostólico Mons. Adriano Bernardini, cuya homilía incluimos en esta publicación. Esa liturgia benedictina, que también nos une al Santo Padre, y que Newman tanto admiraba, fue como un eco del gesto pontificio de la beatificación en Inglaterra, para mostrar la universalidad del nuevo beato. Ahora comenzarán nuestras oraciones por la canonización, que se preanuncia cercana ya que ha ocurrido un milagro por su intercesión en Méjico.

Beato John Henry Newman, ruega por nosotros.

Mons. Fernando María Cavaller

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